Como ocurre casi siempre, aquello de nuestro día a día, aquello que forma parte de nuestra rutina, es lo que menos solemos apreciar. Tal vez por su simplicidad, por su sencillez, o quizás por el mero hecho de que siempre ha estado ahí. Tal vez por eso no vemos lo extraordinario de su existencia, de su presencia.
Como ejemplo podemos poner miles: el amanecer o el atardecer, que todos los días tenemos uno de cada y todos los días son preciosos, incluso esos que no se “ven”. No necesitas estar en lo alto de una cumbre ni en la orilla del océano para deleitarte con ese admirable evento que es la salida o la puesta de sol.
Pensad, sencillamente, en todo lo que nos encontramos de camino al trabajo, a casa, al gimnasio, a la compra… Algo a lo que hemos dejado de dar la inmensa importancia que tiene. Nuestro cuerpo. El hecho de poder contar con todos los órganos de los sentidos, y de tener todos nuestros miembros (no carecer de ninguno, vaya), nos lleva a hacer un uso de ellos irreverentemente simple y corriente. Me explico: